De chiquita odiaba a Caperucita Roja. A mi mamá le encantaba, me lo leía una y otra vez. A mí lo único que me divertía era la parte donde el lobo le hincaba el diente a Caperucita.
Caperucita Roja… pendeja estúpida. La mamá le decía “Caperucita, Caperucita, cruza el bosque, no te metas con extraños” ¿y que hace la boluda? Va y se mete en la boca del lobo.
Si Caperucita fuera verde no está madura, digo, tal vez el lobo no se la come. O si Caperucita fuera verde es light, y si es light el lobo no se lamorfa.
Nunca me gustó Caperucita Roja, siempre con la cabeza adentro del lobo.
El lobo nos puede engañar, si, tal vez, ahora está bajo la piel de un corderito, pero tenemos que sacarnos el miedo, divertirnos, reírnos en la cara del lobo.
Si hace falta tenemos que ridiculizar esa historia para volver a sentirnos vivos. Porque no siempre el lobo está en el bosque, a veces vive adentro nuestro, al acecho, esperando nuestro error para comernos los sueños, la vida misma. Crecer es atreverse a cruzar el bosque, sin saber con qué nos podemos encontrar en el camino, si con un final feliz en la historia, o terminar en la boca del lobo.

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